sábado, 30 de octubre de 2010
lunes, 11 de octubre de 2010
martes, 5 de octubre de 2010
Un Impulso Milkibar
A las 12 de la noche se cerraron mis ojos. No recuerdo bien bien cuando empezó ese asunto del aleteo, supongo que al mudarme a la casa nueva. Se había incendiado la habitación y de ahí el departamento entero. Cuando llegué estaba a nuevo y entonces claro, enseguida me adapté. El arco de la cocina daba mayor amplitud y el balcón sin plantas, era un afuera. Al principio la casa estaba habitada por un batallón de hormigas diminutas coloradas, que yo misma sin piedad, para esa época, me encargué de fumigar. Ahora resulta que crecieron y entonces aparecen por todos los rincones. Caminan lento y a dos metros uno puede tranquílamente, distinguirles el cuello. Cuando las aplasto hacen ruido y por lo general, las agarro de las patas y les hago rulos, para después tirarlas a la basura. Antes de acostarme, ayer vi salir una tras el espejo del baño. La sostuve en mi mano y traté de trasladarme a lo que ella podía ver desde ahí, a todas esas rayas. Muy despacio -no vaya a ser cosa que se marée, pensé- la bajé hasta la rejilla y'logré recuperar cierta tranquilidad al verla partir. Acto seguido el recuerdo de una amiga acerca de otra, en una entrevista en la tele, logró conmoverme. Solté mi pelo recién cortado y no lamente -por segunda vez- el haber perdido volúmen. Me quedé dormida con la tapa a rosca abierta, las luces por entero apagadas y sin miedo esta vez. Pude ofrecer mi cuello, pensando en otra cosa. Claro que 5 horas en mi universo representa algo así como la eternidad y entonces faltando 15 para las 5 desperté una vez más con aquel ruido singular, aquel ruido que siempre estuvo presente ahí, desde la primer noche. Si bien dudo -creo-, siempre experimente la certeza de que ese ruido, esmaltado en queja y en lamento peligroso, (para mi cosa sonámbula) estaba compuesto por las garras de una rata encerrada en el aparato de aire acondicionado. Noches enteras pase, esperando que la ratita pueda salir sola de ahí. El hecho de sentirla atrapada rasguñando, arañaba el alma que ahí -en esos casos donde sufro por una rata- a veces percibo, en mí. Y así iban mis noches, esperando que la ratita salga de ese motor y se mande por el costado. Igual mucho lamento de mi parte pero ni mú en levantarme y darle una mano, viste. Y qué hago si la veo y me da miedo? O peor: qué haría ella si al verme entra en pánico? No vaya a ser cosa que la pobre rata muera ahí encerrada, patitiesa, llamándome porque claro, ella sabe que yo hago fuerza para que salga por el costado. Nos hacemos el aguante con la rata y cuando por fin logra salir, chasquea los dientes y yo, sin abrir los ojos sonrío imaginándola libre, por la cornisa, yendo a buscar arañas, en la enredadera de al lado. Pero la noche de ayer fue la excepción a la regla. Faltando 15 para las 5 aquel sonido otra vez y -sin pensar en el después, como a veces no me pasa- me encontré yendo a los tumbos -mitad ojo abierto y tocando mis orejas, después de acomodar mi bombacha adentro de mis nalgas- hacia el aparato de aire. En la oscuridad, algo asomada a la rejilla y yo, sin perder la calma me agaché, despacito, para ir de a poco subiendo, apoyando mis manos en la pared. Pensé que nada malo iba a poder pasarme, pensé que si a esa hora, después de haberme dado vuelta 5 veces buscando al vampiro de mi vida y nada, se me ocurrió que tal vez todo ese asunto de la mordedura era invento mío y me las ví en problemas: y es que nosé si me veo bien, con un lobo. Y así iba yo, subiendo, con la idea que siempre dejo en suspenso y que sanciona un 'qué será de mi', sin palabras. Es la sensación sola -de esa frase- con la que me encuentro y la transpiración consecuente cuando todo en mi, no hace piel y entonces sus ojos y izaz! Ojos naranjas? Y sus manitos! Digo, mejordicho, sus garras atrapadas pero que no hacían ruido. Cómo podía ser? Un ratón cuya garras sean mudas? Dónde se habrá visto? Y claro, fue en ése momento que advertí sus alas y sus orejas, punteagudas. Lo miré fijo y fue su templanza y su frente húmeda la que nos sostuvo hasta que chilló y yo -ilusa- interpreté que tenía hambre. Fui corriendo a la cocina, pisiéndole, rogándole que me esperase. Mojé unos cuadraditos de avena en un plato hondo de leche tibia y regresé. Había algo nuevo, ensordecedor: el entusiasmo, al fin. Ese entusiasmo trivial que me armo desde que no tengo conciencia. Ese entusiasmo tan mío, tan solitario. Mojé el cuadradito de avena y lo acerqué a su hocico. Enseguida se sintió complacido y su seducción pasaba justo por ahí: por ser capaz de mostrar algo de su placer, por ser capaz de mostrarse, gozando. Sin embargo algo interrumpía la escena. A lo lejos podía escuchar los gritos de mi madre volviendo a sus consejos imperativos casi, para que me alejase de un murciélago así: gozoso y atrapado. Podía escucharla sin odiarla, -eso era lo terrible-, sugieriéndo que podría agarrarme las peores pestes si seguía en contacto con un roedor así. En ese momento recordé que cuando ella estaba embarazada de mí, fue atacada por un gato, entonces resulta que tengo refuerzos de antirrábica y sino mamá, se verá. El telón cayó pesado, como terciopelo inglés, ahuyentando sus palabras. Acerqué el plato y como pudo, ese ser de ojos imantados, absorbió la leche tibia, enredando su garra central en mi dedo índice. Con cuidado, acaricié la comisura de los que serían sus labios. Dicen que así se estimula la succión y a mi siempre me dio resultado. Después se me dió por acariciarle su entrecejo para cuando su chillido me trajo de nuevo a la situación de su encierro y entonces sin pensarlo y por éso, pude destapar la tapa del equipo para tomarlo entre mis manos. Sus alas parecían guantes de antílope y sobre su pata trasera había un corte que supuraba sangre. lo llevé al baño y junto con él aprhendí a agacharme despacio, para buscar esta vez, el pervinox en polvo. Le puse además merthiolate incoloro y esa parte estuvo buena porque empezó a gritar y aletear sin parar. Así se nace, le dije: llorando. Perdonáme. Te hice arder? Es que pasa así viste... El que ríe último como dice Ángel, piensa mas lento. Después acaricié sus párpados y lo apoyé en mis piernas hasta que pareció quedarse dormido. La sensación térmica ya era de once para la hora que era que no recuerdo. Entonces caí en la cuenta por sus ojitos de que el sol le haría mal. Me levanté despacio, cargándolo en mi camisón. Ya no podría volver a tocarlo: es que nos teníamos que despedir. Entonces atrevesé el living y abrí la hoja derecha de la ventana para apoyarlo en la sillita plegable, del balcón. Me bastó con sacar un pie para liberarlo y volver a entrar. Para cuando pensé en no darme vuelta ya lo había hecho y sus ojos naranjas parecían contemplarme justo cuando estiró sus alas echándose a volar. Algo en mí se estrujó para cuando me distraje, al sentir frío. No pensé en la hora que me quedaba de sueño, sí en la sensación térmica y entonces el sonido de las vías sobre la calle Dorrego me anoticiaban del tren de las 6, supuestamente. Ese tren que vuelve soy yo, pensé. Me tapé y me dormí mirando el placard. Para cuando desperté entre sueños me di vuelta y ya no estaba. La reja del aire vacía, me devolvía la esperanza al fin, de recordarlo otra vez.
viernes, 1 de octubre de 2010
Mamushkas en los pies
En el consultorio de Lacan encontré todo tipo de personas. A veces, obstruían su escalera, sentados sobre los escalones, perdidos en un sueño interior del que mi paso no los sacaba.
Me cago en ustedes, los lleno de mierda, los tapo de excrementos.
Todavía mejor: se las doy por el culo.
No se trata de insultos, sino de la señal de un despertar.
El despertar es una ruptura de discurso(s).
Para provocarla, bastó con que introdujera algunas notas fuera de tesitura en la gama del texto.
Su propia violencia, su fuera-de-texto, causó el choque.
Así avanzaban los maestros zen, a patada limpia. Y el pintor, consagrado a tanto gris por el mero grito de un rojo.
La libertad puede apoderarse de todos los colores.
Sin embargo, para preservar su coherencia, no puede elegir más que uno. Un término soslayado; luego, el conjunto del discurso cae a pico en el fuera-de-sentido en que nos interpela la locura.
A la inversa, un sustantivo por debajo de la tónica, en un texto que se reivindica como perteneciente a la perversión, nos confía ese espacio de enunciación en que la censura marca límites. En Le bleu du ciel, Bataille escribe: "Miraba su trasero desnudo con el arrobamiento de un chiquito: nunca había visto algo tan puro, algo tan poco real: hasta tal punto era agradable." La libertad de sentido que precede y sigue a este fragmento es un dato; por eso, uno puede imaginar en qué incomodidad sumergió ese trasero a quien lo admiraba, durante la transcripción, al no haber osado llamarlo culo: allí donde hubiera hecho falta la inflexión vulgar, hubo un escamoteo.
Dentro de un género -novela, ensayo, poesía, discurso político o universitario-, la literalidad debe ser monocroma, tanto como el código lingüístico que amalgama la identidad del grupo que designa.
Habitamos el lenguaje, el lenguaje nos habita.
Pero cohabitamos en zonas que fueron destinadas a nosotros, donde cualquier cambio de tonalidad trae aparejado el rechazo -esto es, un escándalo- y aquello que lo sanciona, el insoportable regreso a una realidad eludida. Al comienzo de mi relación con Lacan, ese vínculo reanudado -a un tiempo rechazo, escándalo y regreso-. Era el dinero que yo le daba.
Hasta entonces, como pone de manifiesto el dicho popular francés, a mi criterio, "el dinero era pura mierda".
Ni fin en sí, ni medio de circulación de la riqueza, tampoco símbolo de adquisición, aun menos metáfora fálica. Una mera entrada para gozar del juego.
Recuerdo esas primeras horas de algún hotel; los puñados de billetes ajados, que no significaban nada, que dejaba en el cajón de una cómoda para aplazar de un modo endeble -en el argot de los casinos, se dice que es dinero con cama afuera- y los días de mala racha. La idiotez de las palmeras, la decepción del amanecer, el pagaré firmado ante un empleado moroso para huir lo antes posible y prolongar la noche. Dinero a-lienado, desvinculado, en cuanto no tiene lazo alguno con aquello que debería haberlo hecho nacer: talento, ideas, trabajo, dinero impago. La única relación que entabla es con la suerte, que no viene de mí, me es exterior.
Lacan de pie ante el marco de la puerta. El ceremonial de los billetes deslizados en su mano en el límite exacto en que cada paciente, ni por exceso ni por defecto, sopesado por él, pudiera sentir la obligación y, por esa vía, volver a la realidad.
A juzgar por el nudo que estrechaba mi garganta cuando le anunciaba que no tenía con qué abonar la sesión, era mi caso. Supongo que, desde el inicio del análisis, ajustaba sus tarifas según la impresión que daba el cliente, según la angustia o su probable status social. Algunos francos para tortura de los más insolventes, fortunas para la seguridad ostensible de los otros: era necesario que la suma requerida, sin importar cuál fuera el caudal de recursos de su práctica profesional, interfiriera con el umbral más allá del cual, dejando de ser desdeñable, molestara, privara.
Recién a ese costo liberaba el terreno y liberaba del yugo de la gratitud. Se volvía a empezar de cero: nadie debía a nadie.
Obligaciones. Él sabía que yo me levantaba tarde.
-Hasta mañana, a las seis.
-De acuerdo.
-Seis de la mañana...
-Oiga...
Me estrechaba la mano. Al día siguiente, salía de casa sin haber pegado ojo. Repetía el experimento hasta tener la seguridad de que yo me había habituado a sus exigencias.
(...)
De Pierre Rey, en 'Una temporada con Lacan'
Me cago en ustedes, los lleno de mierda, los tapo de excrementos.
Todavía mejor: se las doy por el culo.
No se trata de insultos, sino de la señal de un despertar.
El despertar es una ruptura de discurso(s).
Para provocarla, bastó con que introdujera algunas notas fuera de tesitura en la gama del texto.
Su propia violencia, su fuera-de-texto, causó el choque.
Así avanzaban los maestros zen, a patada limpia. Y el pintor, consagrado a tanto gris por el mero grito de un rojo.
La libertad puede apoderarse de todos los colores.
Sin embargo, para preservar su coherencia, no puede elegir más que uno. Un término soslayado; luego, el conjunto del discurso cae a pico en el fuera-de-sentido en que nos interpela la locura.
A la inversa, un sustantivo por debajo de la tónica, en un texto que se reivindica como perteneciente a la perversión, nos confía ese espacio de enunciación en que la censura marca límites. En Le bleu du ciel, Bataille escribe: "Miraba su trasero desnudo con el arrobamiento de un chiquito: nunca había visto algo tan puro, algo tan poco real: hasta tal punto era agradable." La libertad de sentido que precede y sigue a este fragmento es un dato; por eso, uno puede imaginar en qué incomodidad sumergió ese trasero a quien lo admiraba, durante la transcripción, al no haber osado llamarlo culo: allí donde hubiera hecho falta la inflexión vulgar, hubo un escamoteo.
Dentro de un género -novela, ensayo, poesía, discurso político o universitario-, la literalidad debe ser monocroma, tanto como el código lingüístico que amalgama la identidad del grupo que designa.
Habitamos el lenguaje, el lenguaje nos habita.
Pero cohabitamos en zonas que fueron destinadas a nosotros, donde cualquier cambio de tonalidad trae aparejado el rechazo -esto es, un escándalo- y aquello que lo sanciona, el insoportable regreso a una realidad eludida. Al comienzo de mi relación con Lacan, ese vínculo reanudado -a un tiempo rechazo, escándalo y regreso-. Era el dinero que yo le daba.
Hasta entonces, como pone de manifiesto el dicho popular francés, a mi criterio, "el dinero era pura mierda".
Ni fin en sí, ni medio de circulación de la riqueza, tampoco símbolo de adquisición, aun menos metáfora fálica. Una mera entrada para gozar del juego.
Recuerdo esas primeras horas de algún hotel; los puñados de billetes ajados, que no significaban nada, que dejaba en el cajón de una cómoda para aplazar de un modo endeble -en el argot de los casinos, se dice que es dinero con cama afuera- y los días de mala racha. La idiotez de las palmeras, la decepción del amanecer, el pagaré firmado ante un empleado moroso para huir lo antes posible y prolongar la noche. Dinero a-lienado, desvinculado, en cuanto no tiene lazo alguno con aquello que debería haberlo hecho nacer: talento, ideas, trabajo, dinero impago. La única relación que entabla es con la suerte, que no viene de mí, me es exterior.
Lacan de pie ante el marco de la puerta. El ceremonial de los billetes deslizados en su mano en el límite exacto en que cada paciente, ni por exceso ni por defecto, sopesado por él, pudiera sentir la obligación y, por esa vía, volver a la realidad.
A juzgar por el nudo que estrechaba mi garganta cuando le anunciaba que no tenía con qué abonar la sesión, era mi caso. Supongo que, desde el inicio del análisis, ajustaba sus tarifas según la impresión que daba el cliente, según la angustia o su probable status social. Algunos francos para tortura de los más insolventes, fortunas para la seguridad ostensible de los otros: era necesario que la suma requerida, sin importar cuál fuera el caudal de recursos de su práctica profesional, interfiriera con el umbral más allá del cual, dejando de ser desdeñable, molestara, privara.
Recién a ese costo liberaba el terreno y liberaba del yugo de la gratitud. Se volvía a empezar de cero: nadie debía a nadie.
Obligaciones. Él sabía que yo me levantaba tarde.
-Hasta mañana, a las seis.
-De acuerdo.
-Seis de la mañana...
-Oiga...
Me estrechaba la mano. Al día siguiente, salía de casa sin haber pegado ojo. Repetía el experimento hasta tener la seguridad de que yo me había habituado a sus exigencias.
(...)
De Pierre Rey, en 'Una temporada con Lacan'
viernes, 24 de septiembre de 2010
Repetir
Si,/sé bien...
I
Si,
sé bien
que podemos hablar
de las saliencias del tiempo en la mejilla de los pobres,
del sol verde en cada esquina,
o de las planicies repletas de trigo en el recuerdo
de unas vacaciones que nunca tuvimos
O podemos simplemente
dar piel a la piel
como si el beso fuera
el último grito de un robo
(o, todavía,
en la sombra fugitiva de la mirada
descubrir el brazo totalitario de la ausencia).
II
Que banalidades habitan
nuestro horizonte de perro
nuestras ansias engañadas
por el filo del tiempo?
El sueño tiene el nombre de todas las aves
invisibles y muertas;
el día es demasiado corto para que la imaginación comprenda
el ardor de la cara
Entendé:
no hay nada –
apenas deambulaciones
buscando una cumbre inexistente.
III
Inclinate junto a mi
como el autobús que me llevó por la ciudad
Tropecemos en cadáveres fantasiosos
como quien contradice el semáforo de las manos
y pisa los fantasmas de olores futuros
tragados desde el día primordial.
Noche,
repleta de labirintos, puñetazos,
noche,
sacudiendo en mi cuerpo
el camino invisible del alba,
transformando los dedos en espejo
y la boca en crimen avergonzado.
(Que árbol nos seduce ahora?
en que definición cabemos?
hagamos amor
con todos los diccionarios.)
IV
Somos pasos de un rumbo ardiente,
alcoholismo inevitable trecho de nosotros mismos,
sexo pensado en la flor del ombligo,
ave rastrera y veloz
en la penumbra roja de una bocacalle
Heridas se abren y señalan la luz,
potros imaginarios corren en nuestra piel,
el dia es transparente y entero
y no hay gritos en esta mañana incierta pero
avasalladoramente eterna posada sobre tu vientre
Limamos los segundos a la tierra
nos empapamos
con verbos faciales dientes efímeros,
mordidas cómplices en el umbral del tiempo.
Confundo tu gemido
con la convicción de mi gesto
Entre una piel y otra
caben todas las filosofías.
David Erlich
I
Si,
sé bien
que podemos hablar
de las saliencias del tiempo en la mejilla de los pobres,
del sol verde en cada esquina,
o de las planicies repletas de trigo en el recuerdo
de unas vacaciones que nunca tuvimos
O podemos simplemente
dar piel a la piel
como si el beso fuera
el último grito de un robo
(o, todavía,
en la sombra fugitiva de la mirada
descubrir el brazo totalitario de la ausencia).
II
Que banalidades habitan
nuestro horizonte de perro
nuestras ansias engañadas
por el filo del tiempo?
El sueño tiene el nombre de todas las aves
invisibles y muertas;
el día es demasiado corto para que la imaginación comprenda
el ardor de la cara
Entendé:
no hay nada –
apenas deambulaciones
buscando una cumbre inexistente.
III
Inclinate junto a mi
como el autobús que me llevó por la ciudad
Tropecemos en cadáveres fantasiosos
como quien contradice el semáforo de las manos
y pisa los fantasmas de olores futuros
tragados desde el día primordial.
Noche,
repleta de labirintos, puñetazos,
noche,
sacudiendo en mi cuerpo
el camino invisible del alba,
transformando los dedos en espejo
y la boca en crimen avergonzado.
(Que árbol nos seduce ahora?
en que definición cabemos?
hagamos amor
con todos los diccionarios.)
IV
Somos pasos de un rumbo ardiente,
alcoholismo inevitable trecho de nosotros mismos,
sexo pensado en la flor del ombligo,
ave rastrera y veloz
en la penumbra roja de una bocacalle
Heridas se abren y señalan la luz,
potros imaginarios corren en nuestra piel,
el dia es transparente y entero
y no hay gritos en esta mañana incierta pero
avasalladoramente eterna posada sobre tu vientre
Limamos los segundos a la tierra
nos empapamos
con verbos faciales dientes efímeros,
mordidas cómplices en el umbral del tiempo.
Confundo tu gemido
con la convicción de mi gesto
Entre una piel y otra
caben todas las filosofías.
David Erlich
viernes, 17 de septiembre de 2010
Un vodka y un adiós
Alma,
en esos ramos que construiste
te reís de la igualdad de los días.
¿existís todavía,
o la tarde te llevó el olor?
(¿con que manos se impide
la caída imperfecta?,
¿con que color se
apaga la locura?)
vení, olvidáte esa torre,
dejá que la memoria sea un juego.
matá esta ceniza que respira en la piel.
De David Erlich, en una carta cualquiera...
en esos ramos que construiste
te reís de la igualdad de los días.
¿existís todavía,
o la tarde te llevó el olor?
(¿con que manos se impide
la caída imperfecta?,
¿con que color se
apaga la locura?)
vení, olvidáte esa torre,
dejá que la memoria sea un juego.
matá esta ceniza que respira en la piel.
De David Erlich, en una carta cualquiera...
martes, 7 de septiembre de 2010
Anteojos
Es imposible limpiar a fondo estos cristales.
Hay una capa última de bruma que no cede.
Es un mínimo barniz,
una delgada cortina de niebla
que al trasluz se percibe claramente:
detenida en los cristales,
infunde a cada cosa que contemplo
un aura de reserva, un cerco de silencio,
una distancia indeclinable que resiste
la embestida del jabón, del agua, del aliento
y se ríe de la sed de la mirada.
De Santiago Kovadloff
Hay una capa última de bruma que no cede.
Es un mínimo barniz,
una delgada cortina de niebla
que al trasluz se percibe claramente:
detenida en los cristales,
infunde a cada cosa que contemplo
un aura de reserva, un cerco de silencio,
una distancia indeclinable que resiste
la embestida del jabón, del agua, del aliento
y se ríe de la sed de la mirada.
De Santiago Kovadloff