En el consultorio de Lacan encontré todo tipo de personas. A veces, obstruían su escalera, sentados sobre los escalones, perdidos en un sueño interior del que mi paso no los sacaba.
Me cago en ustedes, los lleno de mierda, los tapo de excrementos.
Todavía mejor: se las doy por el culo.
No se trata de insultos, sino de la señal de un despertar.
El despertar es una ruptura de discurso(s).
Para provocarla, bastó con que introdujera algunas notas fuera de tesitura en la gama del texto.
Su propia violencia, su fuera-de-texto, causó el choque.
Así avanzaban los maestros zen, a patada limpia. Y el pintor, consagrado a tanto gris por el mero grito de un rojo.
La libertad puede apoderarse de todos los colores.
Sin embargo, para preservar su coherencia, no puede elegir más que uno. Un término soslayado; luego, el conjunto del discurso cae a pico en el fuera-de-sentido en que nos interpela la locura.
A la inversa, un sustantivo por debajo de la tónica, en un texto que se reivindica como perteneciente a la perversión, nos confía ese espacio de enunciación en que la censura marca límites. En Le bleu du ciel, Bataille escribe: "Miraba su trasero desnudo con el arrobamiento de un chiquito: nunca había visto algo tan puro, algo tan poco real: hasta tal punto era agradable." La libertad de sentido que precede y sigue a este fragmento es un dato; por eso, uno puede imaginar en qué incomodidad sumergió ese trasero a quien lo admiraba, durante la transcripción, al no haber osado llamarlo culo: allí donde hubiera hecho falta la inflexión vulgar, hubo un escamoteo.
Dentro de un género -novela, ensayo, poesía, discurso político o universitario-, la literalidad debe ser monocroma, tanto como el código lingüístico que amalgama la identidad del grupo que designa.
Habitamos el lenguaje, el lenguaje nos habita.
Pero cohabitamos en zonas que fueron destinadas a nosotros, donde cualquier cambio de tonalidad trae aparejado el rechazo -esto es, un escándalo- y aquello que lo sanciona, el insoportable regreso a una realidad eludida. Al comienzo de mi relación con Lacan, ese vínculo reanudado -a un tiempo rechazo, escándalo y regreso-. Era el dinero que yo le daba.
Hasta entonces, como pone de manifiesto el dicho popular francés, a mi criterio, "el dinero era pura mierda".
Ni fin en sí, ni medio de circulación de la riqueza, tampoco símbolo de adquisición, aun menos metáfora fálica. Una mera entrada para gozar del juego.
Recuerdo esas primeras horas de algún hotel; los puñados de billetes ajados, que no significaban nada, que dejaba en el cajón de una cómoda para aplazar de un modo endeble -en el argot de los casinos, se dice que es dinero con cama afuera- y los días de mala racha. La idiotez de las palmeras, la decepción del amanecer, el pagaré firmado ante un empleado moroso para huir lo antes posible y prolongar la noche. Dinero a-lienado, desvinculado, en cuanto no tiene lazo alguno con aquello que debería haberlo hecho nacer: talento, ideas, trabajo, dinero impago. La única relación que entabla es con la suerte, que no viene de mí, me es exterior.
Lacan de pie ante el marco de la puerta. El ceremonial de los billetes deslizados en su mano en el límite exacto en que cada paciente, ni por exceso ni por defecto, sopesado por él, pudiera sentir la obligación y, por esa vía, volver a la realidad.
A juzgar por el nudo que estrechaba mi garganta cuando le anunciaba que no tenía con qué abonar la sesión, era mi caso. Supongo que, desde el inicio del análisis, ajustaba sus tarifas según la impresión que daba el cliente, según la angustia o su probable status social. Algunos francos para tortura de los más insolventes, fortunas para la seguridad ostensible de los otros: era necesario que la suma requerida, sin importar cuál fuera el caudal de recursos de su práctica profesional, interfiriera con el umbral más allá del cual, dejando de ser desdeñable, molestara, privara.
Recién a ese costo liberaba el terreno y liberaba del yugo de la gratitud. Se volvía a empezar de cero: nadie debía a nadie.
Obligaciones. Él sabía que yo me levantaba tarde.
-Hasta mañana, a las seis.
-De acuerdo.
-Seis de la mañana...
-Oiga...
Me estrechaba la mano. Al día siguiente, salía de casa sin haber pegado ojo. Repetía el experimento hasta tener la seguridad de que yo me había habituado a sus exigencias.
(...)
De Pierre Rey, en
'Una temporada con Lacan'